Crónica de un viaje a casa en tiempos de pandemia

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Sirvan estas líneas como recuerdo de la tarde que crucé un país de norte a sur para volver a casa. Desde Bilbao a Antequera (Málaga). Durante unas horas puse mis cinco sentidos en apuntar todos los detalles que llamaban mi atención. Este es un relato de lo que supuso viajar durante un estado de alarma. Acompaño la crónica con algunas fotos del aspecto que presentaba el aeropuerto de ‘La Paloma’.
En la barriada de Lagunetxea dejé una habitación medio vacía, pero con las suficientes cosas que hay que dejar cuando sabes que volverás. El virus paralizó la rutina de miles de millones de personas que de la noche a la mañana se vieron confinadas. Tras un mes y medio en Bilbao esperando, por aquello de la esperanza irracional, decidí volver a casa. En este recorrido, vi dos aeropuertos con aspecto fantasmagórico y a un señor que me dejó su maleta a escasos minutos de coger el avión, entre otras anécdotas.
Días de muchos nervios en casa desde el momento en el que di a ‘confirmar compra’ del vuelo ‘VY 2611’ para el miércoles, 22 de abril, a las 18.55 horas. Mi preocupación era tal que me puse en contacto con la Ertzaintza y con la Policía Nacional para estar seguro de que mi situación no incumplía el Real Decreto que instauraba el estado de alarma. Tras un último vistazo a mi habitación, fui a la parada de taxis de mi barrio.

No recordaba Bilbao tan verde
Un taxista comentaba a otro lo aburrida que había sido la semana trabajando en el aeropuerto. Llegué con media sonrisa, porque mi destino iba a sorprender al conductor. Cargamos las maletas atrás: “Aquí podrías llevar a otra persona perfectamente”, bromeó. En el camino hacia el aeropuerto hablamos de la poca clientela que había, del descalabro que esto iba a suponer, de lo triste y solitario que es despedir a familiares en estas circunstancias. Y del Athletic y la final de Copa. “Yo estoy contento con lo de la final porque el año que viene a la Real se le van unos cuantos”. Lo iba anotando todo. Le dije que estaba como en un sueño, porque no recordaba Bilbao tan verde.[/vc_column_text][eut_single_image image=»6227″][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

Me temblaban las piernas. Eran las 17.11 horas y entraba al aeropuerto. En una de las esquinas del exterior conversaban dos guardias civiles y dos trabajadores. Me miraron desde lejos con cierta indiferencia. Mi aspecto, con mascarilla, dos maletas y una mochila; no dejaba duda, tenía que estar volviendo a casa. Al cruzar las puertas, encontré un lugar desolador. ¿Dónde estaba la gente? ¿Cómo era posible que en las pantallas solo apareciera un vuelo? Los días anteriores intenté concienciarme de que iba a vivir algo histórico, no por eso dejó de sorprenderme. Las dos primeras personas que vi fueron una mujer mayor en silla de ruedas y un hombre más joven, que supuse sería su hijo. No dejé de fijarme en esa mujer hasta la llegada a Málaga.
Las luces eran menos potentes de lo normal, parecía un lugar después de una fiesta, en el que solo quedan los que no recuerdan dónde está su casa. El mostrador de Vueling para facturar era el único que tenía vida. Una chica colombiana estaba delante de mí. Al llegar mi turno, tomé una distancia de seguridad de por lo menos 10 metros antes de que me tocara pasar, su cara seria me preocupó. Estaban teniendo problemas con gente intentando volar sin un motivo justificado. Sus rasgos faciales se relajaron cuando dije que yo volvía a casa y le enseñé el DNI con mi dirección. “Por fin alguien que viaja a Málaga y es de allí”, dijo. Le pregunté qué pasaría con la gente que no pudiera demostrar un motivo para viajar. “Se quedarían en tierra”. Me interesé por cuántas personas íbamos a ir en el avión y me dijo que seríamos cuatro. Al final fuimos más. Incluso pensé después de hablar con ella que sería el único viajero. Un avión para mí, qué responsabilidad. Por suerte, todos pudieron volar.

“¿Qué hacía usted en Bilbao?”
Los 104 minutos que estuve en el aeropuerto se pasaron muy rápido, mi cabeza no paraba de procesar información. Un aeropuerto vacío es una fuente de historias, ese día cualquier detalle era digno de mención. Pasé el control de equipajes solo. Fui saludando uno por uno con un “buenas tardes”. Primero, al hombre colocado antes de escanear el billete; después, al que se encargaba de recordar cómo había que situar los aparatos electrónicos en otra bandeja. “Como siempre”, le dije para romper la tensión. Me veía solo con seis personas pendientes de mis movimientos. Cuatro trabajadores y dos guardias civiles.La mujer encargada del escáner de rayos X consiguió aliviarme un poco más: “Está todo perfecto, chico, buen viaje”. Al colocar mis cosas de nuevo, miré de soslayo a un guardia civil que se dirigía a la puerta por la que debía pasar en breves. Llegué donde estaba él:

— Buenas tardes, ¿por qué viaja usted a Málaga?

— Vuelvo a mi casa en Málaga. Bueno, a un pueblo, Antequera.

— ¿Qué hacía usted en Bilbao?

— Pues estaba haciendo un máster de Periodismo y con todo este tema del coronavirus no sabemos aún si volveremos en julio, agosto o septiembre, así que he decidido volverme a mi casa.

Empecé a rebuscar en mis bolsillos para sacar el DNI, pero el guardia me respondió con un “no se preocupe, está todo perfecto, que tenga usted un buen viaje”. A lo que yo respondí: “Gracias y cuídese”.

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Una vez pasados los controles, solo quedaba esperar que el avión saliera. Di varios paseos por los pasillos de la terminal para hacer algunas fotos. No se veían aviones al otro lado de los grandes ventanales. Me fijé, sin embargo, en los verdes pastos que rodean el aeropuerto de Loiu.
Sentado, en uno de los bancos hasta que anunciaran la puerta de embarque, me percaté de algo que había pasado inadvertido por los nervios. El silencio. En un aeropuerto nunca hay silencio. Alguien tenía que romper esa sensación monacal. Lo hizo un hombre de avanzada edad viendo un vídeo sobre los tests PCR para detectar el coronavirus y su utilización. A todo volumen, como si quisiera que todos supiéramos que él estaba concienciado. Aparte de su teléfono, lo único que se escuchó fue la megafonía: “Debido a las circunstancias excepcionales, por favor mantengan la distancia de un metro”.

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“Os tenemos a todos controlados”
A las 18.13 horas, un hombre sensiblemente alterado acudió a mí antes de subirnos al autobús que nos llevaría al avión. “Perdona, te podría dejar un momento… es que creo que me he dejado las luces del coche puestas”. Le dije que sí y soltó la maleta a un metro de mí. Con el paso de los minutos me fui impacientando, no podía quitar la vista de sus pertenencias ni de la puerta por la que debía volver.  Volví a mirar mi reloj a las 18.32 y aún no había vuelto. Justo cuando me decidí a comentárselo a la trabajadora del aeropuerto que había por allí, llegó. Sudando a chorros y pidiéndome disculpas por no haberme dado más explicaciones: “Me había dejado las luces encendidas del coche, menos mal que he ido, si no cualquiera llama a la grúa cuando vuelva”. Cosas del día a día, menos mal que no se imaginó que se había dejado las llaves de casa puestas en la puerta. La trabajadora me dijo: “No te preocupes, sois tan poquitos que os tenemos a todos controlados”. 

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Cogimos el autobús hacia el avión ocho personas. Se volvió pequeño, en los escasos minutos que duró el trayecto pensé en cómo sería nuestra vuelta a la normalidad. Como un flash, pasó delante de mí la imagen del metro de Bilbao en hora punta. Solo un avión en pista, la fotografía era desoladora.
Fila 27 del avión. Olor fuerte al entrar, debe oler así cuando desinfectan. Nos colocaron en filas muy separadas, casi no nos veíamos. 18.56 el avión comienza a despegar. Nada que señalar, un vuelo muy tranquilo. Fue lo más normal que pude sentir durante la tarde.

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A las 19.58 el comandante anunció “tripulación, 15 minutos”. Tocamos tierra a las 20.11. Me sorprendió ver el parking de Plaza Mayor, un centro comercial siempre repleto, totalmente vacío. La pista del aeropuerto de Málaga parecía tener más vida que la de Bilbao. Era solo un espejismo, el silencio que  sentimos en los pasillos fue mayor que en Loiu. Cuando llegamos a las cintas nuestras maletas ya estaban allí. “Caballero, ¿sabe usted cuántos vienen en el vuelo?”, me preguntó un trabajador. Somos diez, respondí. Será complicado olvidar que viajé en un avión con nueve personas más y algunas de esas caras van a quedar reflejadas en mi memoria.
La autovía A-45 estaba totalmente vacía. A partir de ahí, fue más complicado fijarse en detalles, iba pendiente de la conversación con mi padre. Antequera nos recibió con un atardecer rojizo. Los nervios se disiparon al llegar a casa, ver a mi madre y ya sí, sentirme seguro en casa.

[/vc_column_text][eut_single_image image=»6232″][vc_column_text]Artículo publicado originalmente en ‘Relatos en tiempos de pandemia’.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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